lunes, 22 de abril de 2013

117. Mi aventura de escritor I

Hace unos días participé en un Taller de Autoedición organizado por la Librería Burma, de Lavapiés. Lo impartía Valerio Cruciani, poeta y editor italiano que explica las cosas con sencillez y proximidad, de forma que resulta muy didáctico e interesante. Acudimos cinco o seis personas, todas mujeres menos yo, que hubimos de presentarnos y contar un poco nuestro perfil y nuestras expectativas. Para mi sorpresa, mi intervención provocó risas generales. No imaginaba que fuera una cosa tan divertida. Así que lo contaré también aquí, para completar mi retrato de blogger, de cuyos otros perfiles he dado ya suficiente cuenta.

La verdad es que hasta el año 2000 no había pensado nunca en dedicarme en serio a la literatura. Cierto que en mi juventud había escrito algunos cuentos muy malos y que tenía una habilidad especial para redactar, demostrada desde el bachillerato, y desarrollada también en mi trabajo, en donde era requerido a menudo a escribir memorias de proyecto, discursos de políticos o cartas de reclamación. Si yo sé con claridad lo que hay que decir, puedo escribirlo con precisión. Pero una cosa es ser un buen redactor y otra muy diferente ser escritor. Para dar el salto hay que tener cosas que merezcan la pena de ser contadas. Y trabajar mucho.

Mi desempeño en el Ayuntamiento de Madrid hasta el año 2000 era bastante rutinario y aburrido. Pero ese año, me vi involucrado en un trabajo de cooperación en Sri Lanka, del que ya les he hablado de pasada en alguna ocasión. El origen de este tema está en un responsable político municipal muy-tonto-muy-tonto-muy-tonto, que se lanza a firmar un compromiso con un programa europeo Asia Urbs, me malicio que sin tener ni puta idea de la trascendencia de lo que estaba firmando, porque entre otras cosas estaba en inglés y dudo mucho que este sujeto se maneje en dicha lengua. Otro día me extenderé en los pormenores de esta historia.

El tonto-muy-tonto firmó ese documento en 1999 y designó oficialmente para hacerse cargo del asunto a uno de mis superiores, que tampoco sabía inglés ni francés. Cuando ya nadie se acordaba del tema, empezaron a llamar de París para organizar la colaboración a tres bandas con Colombo, y encontraron que nadie quería meterse en ese lío. Después de que varios colegas dijeran que no, me llegó a mí la cosa y dije que bueno, que no tenía inconveniente en recibir en mi despacho a un representante del Ayuntamiento de París, escucharle y luego tomar una decisión.

Ahí entró en escena Philippe Billot, a quien no conocía entonces, ni sabía que iba a convertirse en uno de mis amigos más queridos. Le escuché y le dije que no iba a entrar al trapo. Me respondió que allá yo, pero que el Ayuntamiento de Madrid se había comprometido por escrito a aportar un número de horas de sus funcionarios y, si no se cumplía ese compromiso, íbamos a quedar muy mal. Aquí entraron en juego varios factores: mi curiosidad, un cierto espíritu aventurero rescatado de debajo del aburrimiento supremo de mi vida de funcionario y, para qué negarlo, la fascinación que transmite mi amigo Philippe, un seductor nato.

Me aseguré del apoyo del Departamento de Relaciones Internacionales, con el que tenía un contacto fluido, y entré al engaño, a pesar de que mis superiores en el Área de Urbanismo no dejaron de mirar esta aventura con recelo indisimulado. Y así me encontré en octubre de 2000 viajando a Colombo en compañía de Philippe y otro colega francés. No hace falta que diga que, por entonces, yo no sabía más inglés que el derivado de mi conocimiento de las letras de los Beatles y los Stones, ni más francés que el que había estudiado en el bachillerato, aunque siempre había tenido interés por los idiomas y una cierta facilidad.

El caso es que, de la noche a la mañana, me encontré en una ciudad sumida en una cruel guerra civil, con barricadas y checkpoints en las calles, por donde no se recomendaba caminar, consejo que desoíamos cada anochecer, cuando, tras una larga jornada de trabajo con las diversas y enrevesadas administraciones locales, nos poníamos una camiseta y salíamos a cenar y a dar una vuelta por aquel escenario apocalíptico y desolado. El colmo fue cuando un suicida tamil hizo estallar la bomba que llevaba adosada en el pecho, en la puerta del Ayuntamiento de Colombo por la que unos minutos antes habíamos entrado los tres europeos, matando a un transeúnte y al policía que acabábamos de saludar.

Sentí un afán irreprimible de contar todo aquello, tenía que escribirlo para que no cayera en el  olvido. Era casi una necesidad física. Así que empecé a elaborar un diario que cumplimentaba en un bloc cada noche. Al volver a Madrid, pasé a limpio mis notas y alguien me las pasó a máquina. Era una especie de libro de viajes, del que hice varias copias para mis amigos más directos. Y mi sorpresa fue que aquello gustaba, que la gente lo leía, que se lo pasaban unos a otros. Las copias del manuscrito empezaron a multiplicarse hasta reunir un modesto club de fans de unas cincuenta personas.

El proyecto incluyó cinco viajes más a Sri Lanka (un país donde en 2002 se firmó una tregua entre las partes en guerra) y también muchos desplazamientos a París. De vez en cuando, yo resumía cómo iba el proyecto y sacaba un nuevo libro. Ahora me parecen todos malísimos y me gustaría quemar las copias que aun tiene la gente. Yo era un novato que aprendía sobre la marcha. Aun no sabía que el secreto de ser aburrido está en contarlo todo, conocida frase de Voltaire que encabeza el Blog de mi tocayo Emilio de la Peña.

Y sucedió que, como el desarrollo de mis viajes no siempre tenía el mínimo interés como para que mereciera la pena contarlo en un texto, empecé a intercalar morcillas, es decir, escenas falsas inventadas, al principio en un tono realista y poco a poco virando a historias increíbles, sin disimular su carácter fantástico. Pensé que mis lectores me mandarían a la mierda, pero, para mi sorpresa, resultó que todavía valoraban más mis textos. Que el averiguar hasta donde llegaba lo real era un aliciente añadido para muchos. Finalmente, descubrí que era mucho más placentero contar cosas inventadas, que hacer de prolijo notario de una realidad que otra vez había derivado en rutinaria.

Poco a poco, la obligación de ajustarme a historias más o menos reales se convirtió en un corsé del que necesitaba liberarme. En el párrafo final del último de estos libros tan malos, anuncié mi firme propósito de dedicarme a la ficción. Poco después escribí mi primer cuento. Se llamaba La Espalda del Hombre Dormido (2004), y era una historia totalmente fantástica, protagonizada por una mujer que soñaba una realidad paralela que la transportaba precisamente a las playas de Sri Lanka (¿dónde si no?). Era también una forma de despedirme de ese pequeño país donde mi vida había dado un giro irreversible. Y aquí fue donde empezó mi verdadera aventura de escritor. Se la termino de contar en la segunda parte de esta entrada duplicada.

4 comentarios:

  1. Osea que en el origen de la vocación literaria esta la ficción; la morcilla de ficción. Eso está bien bueno. No puedo dejar de recomendarte un relato de Alice Munro que se titula precisamente así "Fiction".
    Espero ansioso la segunda parte.

    JULIAN

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  2. Buenas noches Julian. Hoy, día de San Jordi, me he acercado por las librerías en torno a Callao y me he comprado entre otros "Demasiada felicidad" de Alice Munro, siguiendo tu consejo, y "Limonov", de Emmanuel Carrere, que trata de un personaje real y ficticio a la vez. Ya contaré mis impresiones. Tengo una cola de lectura importante.

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  3. Después de leer tu post cuatro o cinco veces todavía no entiendo lo de las risas generalizadas entre tus colegas de la librería Burma. Admiro, te felicito y envidio tu atrevimiento en la aventura de Sri Lanka. Lo imagino como una magnífica experiencia con notable bagaje para escribir. Espero una autoedición. Un abrazo.

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    1. Gracias por tu comentario. A lo mejor me expliqué mal. No es que se rieran de mí. Es que les divirtió y les interesó mi historia, lo de las morcillas y todo eso, y tal vez la forma desenfadada en que lo conté, quitándole importancia y riéndome de mí mismo. En cuanto a lo de Sri Lanka, tal vez fue más resultado de mi inconsciencia que de mi atrevimiento. Menos mal que todo salió bien.

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