miércoles, 9 de enero de 2013

73. El Madrid de Larra

En estos tiempos difíciles mucha gente, abrumada por los recortes, las malas noticias y la pérdida generalizada de calidad de vida, tiende a desanimarse y caer en el derrotismo. Uno de los razonamientos recurrentes es: no hemos aprendido nada, estamos igual que siempre, somos un país atrasado, inculto y casposo y, aunque tengamos algunos períodos de bonanza, luego la realidad se impone y volvemos a ser los mismos.

Es mentira. España ha avanzado muchísimo en las últimas décadas, formamos parte de Europa y por eso estamos sufriendo una crisis colectiva europea que nos está obligando a ajustarnos el cinturón y rebajar nuestra velocidad. Pero estamos ahí como resultado de nuestro salto hacia delante. Por si alguien lo dudaba, yo soy un europeísta convencido, algo lógico en alguien que se proclama antinacionalista. Muchos de ustedes eran unos niños cuando ingresamos en la Unión Europea, pero les recuerdo que antes de eso España era un lugar donde se presionaba de manera intolerable a un presidente (Suárez), hasta apartarlo del poder legítimamente ganado en las urnas, y donde el señor Tejero entraba en el Congreso pistola en ristre, al grito de “Se sienten, coño”.

Yo siempre seré un admirador agradecido de figuras como De Gaulle, Adenauer o Jacques Delors, los padres de la Unión Europea. ¿Que lo del euro se hizo con cierta precipitación, como sostienen algunos? Vale. Quizá si conserváramos la peseta, podríamos ahora devaluar la moneda o imprimir más, como hacen los americanos, pero tales remedios serían pan para hoy y hambre para mañana y estoy seguro de que las clases medias y bajas se verían igual de apuradas. Yo me siento muy a gusto integrado en Europa, comprendo que la señora Merkel va a favorecer en primer lugar a sus compatriotas, pero confío en que no nos deje caer a los demás, porque le va en ello su propia supervivencia.

Está claro que hemos avanzado desde los tiempos de Tejero, pero ¿saben ustedes como era nuestra sociedad hace un poquito más, menos de dos siglos atrás? Aquí va el título del post (ya me he vuelto definitivamente moderno), que remite a los nebulosos comienzos del XIX. Mariano José de Larra, se suicidó en 1837, es decir, hace 175 años. De sus crónicas sobre Madrid, extraigo el relato de dos de los tres entretenimientos más corrientes del pueblo llano, aquel que ni leía ni iba al teatro o la ópera, ni frecuentaba los cafés literarios (La tercera de esas diversiones era el paseo, para el que la gente se acicalaba convenientemente, para caminar arriba y abajo por el Retiro o las calles principales, las familias completas por su lado, los jóvenes formando grupos ruidosos y las jovencitas acompañadas por la inevitable “carabina”).

El primer entretenimiento del pueblo era la corrida de toros. En esos años, la plaza de toros estaba en la puerta de Alcalá, extramuros de la cerca de Felipe IV, que delimitaba la ciudad. En concreto, estaba nada más salir de la ciudad a mano izquierda, una vez rebasada la propia puerta. Cuando se suprimió la cerca y se planificó el Ensanche, la plaza se trasladó a Felipe II (actual Palacio de los Deportes), donde estuvo hasta que, en los años 20, se construyó la plaza de Las Ventas. Las corridas tenían lugar los lunes y podían ser corrida entera (que duraba todo el día) o media corrida (sólo de tarde). Finalmente las corridas enteras se dejaron de celebrar y quedaron sólo las medias, que pasaron a llamarse corridas a secas. Aquí un grabado de la plaza de toros de la Puerta de Alcalá, con la ciudad al fondo.



Las gentes de los barrios populares del entorno (Maravillas, Barquilllo, Vistillas y el Avapiés) llegaban a pie cargando grandes marmitas con la comida, que luego calentaban sobre hogueras en las mismas gradas. En la parada de mediodía, los chisperos y manolas se comían sus abundantes y grasientos guisos, bien regados con vino de la bota y agua que vendían los aguadores. Al acabar de comer, se limpiaban las manos directamente en la ropa y arrojaban los desperdicios a la arena de la plaza, por lo que el coso debía de ser limpiado por los monosabios, provistos de grandes escobas, antes de empezar la sesión de tarde. Los toros, de distintas ganaderías (no todos de una, como ahora), iban saltando al ruedo donde eran primero acosados y mordidos por perros entrenados para ello. 

A continuación salían los picadores, sobre caballos sin peto, lo que inauguraba la suerte más asquerosa de todas. Cada toro despanzurraba una media de tres o cuatro caballos, cuyas tripas acababan pisoteadas por la arena. Si el destrozo era irremediable, los arrastraban para rematarlos con destino a las carnicerías de caballo. Pero si las heridas no eran muy grandes, se les remendaba allí mismo, detrás del llamado “tendido de los sastres”, y se les mandaba otra vez al ruedo. Como es natural, los picadores, gente corpulenta y poco ágil, sufrían en esa época muchas cogidas, más que los matadores, a pesar de lo cual su sueldo era exiguo.

En fin, luego venían las banderillas (normales o de fuego) y, por último, la suerte de matar ejecutada sobre un animal torturado, acongojado y exhausto. A este edificante espectáculo asistían familias enteras con niños, de todas las clases sociales (los palcos estaban reservados a la nobleza). Era también normal que los propios toreros se llevaran cornadas, a veces mortales, como la sufrida en esa plaza por el mítico Pepe Hillo, en 1801. Me queda decir que la plaza de toros disponía de una fonda bajo las gradas, en la que los espectadores foráneos podían cenar después de tan provechoso día, y quedarse a dormir en las habitaciones de que disponía.

El otro entretenimiento era todavía peor. En un país en el que estaba vigente la pena de muerte, las ejecuciones eran públicas. Sí, eso que ahora nos horroriza tanto de los talibán, se hacía aquí, en las calles y plazas por las que nosotros caminamos, probablemente sobre los empedrados ahora sepultados bajo varias capas de asfalto. En los años de Larra, el patíbulo solía instalarse en la plaza de La Cebada, centro de mercado y actividades comerciales de nivel regional. Ya en tiempos de la Inquisición, la plaza había albergado hogueras en las que se habían torturado y quemado herejes, pero luego las ejecuciones se trasladaron a la Plaza Mayor. A comienzos del XIX, se decidió que los reos condenados por los tribunales ordinarios, fueran ajusticiados en la plaza de La Cebada. Poco después, la horca cayó en desuso, siendo sustituida por el garrote vil.

El evento se anunciaba mediante toque de campanas de la Iglesia de San Millán, ya demolida. Un día antes, se había instalado el patíbulo en el centro y, al toque de campanas, la gente salía de las tabernas y posadas y todos los vendedores y comerciantes interrumpían sus actividades cotidianas para contemplar el espectáculo. El reo venía atado de pies y manos, vestido con túnica y bonete amarillos y a lomos de algún animal, desde la Cárcel de Corte, que estaba en el lugar hoy ocupado por el Palacio de Santa Cruz, en la plaza de las Provincias.

Allí terminaron sus días el general Riego, ahorcado en 1824, y el famoso bandido Luis Candelas, agarrotado en 1837. Este interesante personaje, hombre culto y forofo de la lectura, de día persona respetable y de noche jefe de una banda de atracadores que nunca mató a nadie, entraba con frecuencia en las cárceles, pero siempre se fugaba sobornando a sus vigilantes. Es conocida la anécdota de cuando organizó la fuga de la Cárcel de Corte del político liberal Salustiano Olózaga, que siempre se lo agradeció. Él mismo podía haberse fugado también, pero prefirió quedarse dentro, para no comprometer la huida de su amigo.

Cansado de esa vida a salto de mata, Luis Candelas se fue a vivir a Valencia donde se estableció con su última mujer, Clara, dedicándose a ocupaciones honradas. Pero su pasión compulsiva por el robo y la fidelidad a su antigua leyenda lo llevaron a reincidir. Cometió el error de atracar al embajador de Francia y a la modista de la Reina y volvió a ser perseguido por toda España. Decidido a irse a Inglaterra, viajó a Gijón, pero allí Clara se negó a embarcar y él no quiso hacerlo solo. Al regreso fue detenido, juzgado y ejecutado en la plaza de la Cebada. Tenía 33 años.

Díganme ahora: ¿hemos o no hemos progresado? ¿Se reconocen ustedes en esa sociedad de hace menos de doscientos años? ¿No? Pues, ea, a alegrar la cara y a seguir adelante. Aún nos queda mucho camino, pero estamos en Europa y conectados por Internet con todo el mundo globalizado. Comparativamente estamos bastante bien. Los que están mal son los sirios y tantos otros. Ahora nos toca arrimar el hombro para volver a retomar la ruta del progreso, sin dejar por ello de ser críticos. Esto es sólo un tramo lleno de baches, trampas y obstáculos, pero el camino sigue al otro lado.

2 comentarios:

  1. Sí, Emilio, ya lo creo que hemos progresado... pero poco. El garrote vil, según cuenta Basilio Martín Patino en la maravillosa "Queridísimos verdugos", lo instauró el cabrón de Fernando VII, como regalo a los españoles con motivo del cumpleaños de su amada esposa doña María Cristina: otorgó a sus súbditos la gracia de morir sentados; la horca los obligaba soportar el trance de pie, sin comodidades. Ya ves qué considerado el monarca. Pero seguimos como en tiempos de Larra en algunos aspectos: "Escribir en España es llorar".

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    1. Bueno, es lo de la botella medio llena o medio vacía. El observador influye decisivamente en el fenómeno que observa, como ha demostrado la física cuántica. Escribir es llorar en todas partes, porque en todas partes cuecen habas (en Francia las llaman "Cassoulet")

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